Artículo publicado por Vicenç Navarro en la columna “Pensamiento Crítico” en el diario PÚBLICO, 15 de diciembre de 2017.
Este artículo hace una exposición detallada de un debate, que ha ocurrido en círculos académicos, sobre la naturaleza del Estado español y la dictadura que le precedió. Frente a los autores que consideran la dictadura como meramente autoritaria hay otros, como el profesor Navarro, que sostienen que fue una dictadura totalitaria, lo cual tiene relevancia para la definición de lo que se conoce como «cultura franquista», que persiste todavía en muchas dimensiones del Estado.
Hace ya años hubo un debate muy vivo e intenso en círculos politológicos en nuestro país sobre el tipo de régimen político que existía en España durante el periodo 1939-1978. Algunos politólogos, como el Sr. Juan Linz, de la Universidad de Yale (muy influyente en España, maestro de muchos de los profesores de Ciencias Políticas más conocidos en este país), sostenían que aquel régimen había sido un régimen autoritario, o lo que podría llamarse una dictadura a secas, sin más. Su misión era mantener el orden y la autoridad, siendo su dimensión represiva la más acentuada. Dirigida por un caudillo al que el régimen consideraba que tenía dotes casi sobrehumanas («Caudillo por la gracia de Dios», se decía en España para definir al Caudillo), tal tipo de Estado recibía el nombre de caudillista, siendo la forma de dictadura más común en América Latina, y que, según tales autores, incluía también la dictadura en España llamada franquista.
Esta visión de la dictadura fue la más común en el establishment político-mediático (es decir, la estructura de poder político y mediático) español, que la promovió extensamente no solo en sus medios de comunicación, sino también en las instituciones educativas del país. Parte del atractivo que esta visión tenía para dicho establishment era que estas dictaduras autoritarias iban debilitando su autoritarismo a medida que se desarrollaba la sociedad y aparecían unas clases sociales -como las clases medias- que, al añadir estabilidad al sistema político, hacían menos necesaria la represión, convirtiéndose más tarde en democracias, tal como el establishment político-mediático creyó que había ocurrido en España. Esta visión fue la preferida por los vencedores de la Guerra Civil, pues justificaba veladamente el golpe militar del 1936 y la dictadura que generó, ya que su autoritarismo era necesario para permitir el desarrollo del país, autoritarismo que fue diluyéndose con el paso del tiempo. De ahí la definición de aquel régimen como franquista, el término más utilizado en España para definir dicho régimen.
El régimen, sin embargo, fue mucho más que autoritario; fue también totalitario
La otra visión de aquel régimen creía que este fue mucho más que autoritario. Consideraba que fue totalitario, es decir, que intentó cambiar toda la sociedad creando un “nuevo hombre” (en aquel entonces la mujer no contaba mucho). Según el Sr. Juan Linz, los regímenes totalitarios eran aquellos que intentaban cambiar la sociedad a través de la imposición de una ideología totalizante (es decir, que afectaba todas las dimensiones del ser humano), como por ejemplo el comunismo, que utilizaba todos los instrumentos a su alcance (desde los educativos hasta los represores) para imponer sus valores. Este tipo de sociedades, decía Linz, eran incambiables, pues no tenían la capacidad de transformarse en democracias. Esta visión de las sociedades comunistas -como regímenes incambiables- fue utilizada durante muchos años por el gobierno federal de EEUU para justificar su gran tolerancia y apoyo a las dictaduras caudillistas latinoamericanas, y su hostilidad hacia las dictaduras comunistas.
Ni que decir tiene que el establishment político-mediático español nunca ha aceptado que el régimen que llamaba franquista fuera totalitario. Pero aquellos que vivimos y sufrimos aquel régimen, sin embargo, podemos dar testimonio de que el régimen dictatorial español fue enormemente represivo no solo físicamente y emocionalmente, sino también ideológicamente. El Estado controlaba todos los sistemas productores de valores, desde la educación hasta todos los medios de comunicación, con el objetivo no solo de mantener el orden y la autoridad, sino también y sobre todo de promover su ideología. Y tal ideología era totalizante en extremo, pues intervenía en todas las dimensiones del ser humano, desde el idioma que uno debía utilizar para comunicarse hasta la manera de realizar y conseguir el orgasmo. Es difícil encontrar una ideología más totalizante que la que existía durante la dictadura del general Franco.
¿Cuál era la ideología totalizante?
Y ahí es donde está el quid de la cuestión. ¿Cuál era la ideología de tal régimen? Naturalmente que aquellos que sostienen la teoría de que el régimen era meramente autoritario, sostienen también que no tenía ideología, lo cual contrasta con la experiencia de cualquier persona que haya sufrido aquel régimen. A mí, cuando era niño, en Barcelona, un policía franquista (se llamaban los grises) me pegó una bofetada por hablar catalán, mi lengua materna, gritándome «no hables como un perro, habla en cristiano». Y la masturbación estaba prohibida. Si no se lo creen, pregúntenselo a sus abuelos (ver mi biografía personal “Una breve historia personal de nuestro país: biografía de Vicenç Navarro”, en vnavarro.org, 26.09.17).
Varias eran las características de su ideología. Una era la sumisión del mundo del trabajo al mundo empresarial (que se benefició extensamente del tal régimen) a través de los sindicatos verticales. No se ha enfatizado suficientemente el clasismo elevado (dominio y reproducción de clase) como característica de aquel régimen dictatorial, lo cual es sorprendente pues un objetivo mayor del golpe militar que lo creó y enalteció en 1936 fue precisamente la defensa de los intereses y principios de la clase dominante (incluyendo las élites económicas y financieras del país) frente a los avances sociales que la II República había estado consiguiendo como resultado de las presiones realizadas por las clases populares.
Otra característica era la sumisión (en realidad, eliminación) de los nacionalismos periféricos (catalán, vasco y gallego) al nacionalismo españolista uninacional enraizado en la monarquía y su pasado imperial. Esta característica definió también aquel régimen cuyo enaltecimiento fue creado bajo el lema de defender la “unidad de España”, unidad que, por cierto, no había estado amenazada, difundiéndose bajo este lema, no la unidad de España sino la continuidad de un estado monárquico borbónico, jerárquico, radial (centrado en la capital del Reino, que tuvo poco que ver con el Madrid popular) y uninacional, que consideraba como “antiEspaña” a la visión plurinacional de España, poliédrica, no radial, con una convivencia consensuada y no forzada por el Ejército.
Estas características, clasismo y nacionalismo extremo, eran características de las ideologías totalizantes conocidas en el siglo XX como nazismo y fascismo, y que se presentaron claramente en el golpe militar del 1936 que no hubiera sido posible sin la ayuda del nazismo alemán y del fascismo italiano. Y así fue percibido por la mayoría de las instituciones internacionales, incluyendo las Naciones Unidas, lo cual explica que fuera de España no se utilice el término franquista para definir el régimen dictatorial español, sino el término fascista. Cuando el Sr. Samaranch fue en el año 1996 a EEUU a inaugurar los Juegos Olímpicos de Atlanta, el New York Times, en su nota biográfica, lo definió como “el delegado de deportes del régimen fascista español liderado por el general Franco”. No era su intento insultarle, pues el término con el que se definió aquel régimen en la mayoría de los medios de comunicación occidentales fue el de fascismo. En realidad, el único país en el que no se utiliza el término fascismo es España, y ello no es por casualidad, pues le conviene al establishment político-mediático presentarlo como un caudillismo, ya que una vez desaparecido el caudillo, la dictadura desapareció.
La falacia que el término “dictadura franquista” oculta
Pero la realidad actual muestra el error de tal definición, pues muchos de los elementos de aquella ideología dominante durante la dictadura aparecen también hoy en la cultura dominante de este país, incluyendo el clasismo y el nacionalismo extremo uninacional.
Referente al clasismo, hay que recordar que muchas de las grandes empresas del Ibex 35 proceden del franquismo, como bien ha documentado Rubén Juste. Y su gran poder –junto con el de la Gran Patronal- explica este poder no sólo en lo económico sino también en lo político y mediático, ejerciendo una influencia sobre el estado que implica que los salarios continúan siendo de los más bajos de la Unión Europea de los Quince (UE-15), que el porcentaje de las rentas del trabajo sobre la totalidad de las rentas nacionales sea de los más bajas de la UE-15 (mientras que el porcentaje de las rentas del capital sean de las más elevadas); que los ingresos públicos del estado sean de los más bajos de la UE-15 y que el gasto público social en los servicios públicos como sanidad, educación, escuelas de infancia, vivienda social, servicios asistenciales, en las transferencias sea de los más bajos en tal comunidad europea (ver mi libro El subdesarrollo social de España: causas y consecuencias, editorial Anagrama, 2006).
Elementos de continuidad dentro del Estado
Es sorprendente también ver la continuidad en las élites dirigentes del estado (desde el jefe de Estado a ministros y dirigentes estatales). Gran cantidad de funcionarios del Estado dictatorial y sus descendientes han ocupado y continúan ocupando puestos de gran responsabilidad. En realidad, los herederos de los vencedores de la Guerra Civil son muchos más en las cúspides del poder estatal, que no los herederos de los vencidos. La gran resistencia a corregir la tergiversación de la historia de España que continúa enseñándose en las escuelas tanto públicas como privadas es las comunidades históricamente dominadas por los primeros, la oposición a legislar la impunidad de los crímenes del franquismo, la intolerancia cuando no apoyo a monumentos al fascismo (como el Valle de los Caídos), la relación privilegiada del estado con la Iglesia, el enorme conservadurismo de la administración pública, la gran corrupción, la utilización de los aparatos del estado para fines partidistas, y muchos otros hechos, son indicadores de la continuación de la ideología mal llamada franquista.
El enorme énfasis en el “respeto a la ley y al orden” (en España, que es uno de los países de la UE-15 que tiene más policías por 100.000 habitantes y menos adultos trabajando en sanidad y educación) que existe en España, y el excesivo poder de la clase empresarial, (síntomas del clasismo heredado de la dictadura anterior), conseguido a costa del escaso poder del mundo sindical (que se traduce también en el escaso desarrollo de la cogestión en las empresas), y su movilización centrada en la bandera y el himno borbónico del lado vencedor, consideradas como los símbolos nacionales, son claro ejemplo de la legitimación de la ideología de aquel régimen. Ni que decir tiene que la forma y el contexto de tales características han ido variando sustancialmente. Pero estos cambios no ha significado su eliminación como indiqué en un artículo reciente, señalando que no ha habido una desnazificación o desfasticización de España como ocurrió en otros países que tuvieron regímenes parecidos como Alemania, Italia y la Francia de Vichy (ver en Público 21 de noviembre de 2017, “Franco no ha muerto”).
Ni que decir tiene que el Estado español y la sociedad española en la que tal estado ha estado ubicado ha cambiado muchísimo durante los casi cuarenta años que han pasado desde el fin de la dictadura. Y mucho bueno ha ocurrido en el reconocimiento de los derechos laborales y sociales, en el mejoramiento de las instituciones políticas y en la sensibilidad de la administración pública. Ahora bien, estos cambios, por muy significativos que hayan sido, no han alterado elementos clave y definitorios del estado anterior, que han continuado reproduciéndose en los aparatos del estado y en muchas de las políticas públicas aprobadas y desarrolladas por tal estado que son resultado de la continuidad de lo que se llama “cultura franquista” que tiene claros componentes de las características que definieron la ideología dominante del régimen dictatorial. Sin ello, no se explica que, por ejemplo, como consecuencia del clasismo extremo (cuyas formas de expresión han variado, pero que mantienen un gran dominio de los propietarios y gestores del mundo empresarial en la vida política del país), España continúe teniendo, cuarenta años después del fin de la dictadura, unos de los salarios y uno de los gastos públicos sociales más bajos de la UE-15. Lo que se llama continuación de la cultura franquista se refleja también con clara represión hacia ideologías distintas a la promovida por el Estado y su constitución en los grandes sectores de los aparatos del Estado como los aparatos policiales y judiciales del Estado central.
El continuismo de esta ideología uninacional y autoritaria en el comportamiento judicial en el caso de los presos políticos actuales
Prueba de lo dicho anteriormente es comparar el enjuiciamiento del ex Presidente Puigdemont en las cortes belgas con las cortes españolas. Independientemente de la valoración y opinión que uno tenga del comportamiento del gobierno Junts pel Sí y su estrategia para alcanzar la independencia, conocida en Catalunya como el “procés”, (y que yo he sido muy crítico en este artículo “Los independentistas son también responsables de la enorme crisis en Catalunya”, Público, 8 de diciembre de 2017). Cualquier lector objetivo puede comparar la dureza y extremismo del sistema judicial español hacia el ex Presidente Puigdemont con el sistema judicial belga. La petición del sistema judicial español de que se detuviera al Presidente Puigdemont y a sus consejeros por los supuestos delitos de rebelión y sedición que la juez de la Audiencia Nacional, la Sra. Carmen Lamela, había dictado fueron prácticamente desautorizados al considerar tales acusaciones exageradas e infundadas, entendiendo solo que los acusados habrían desobedecido, cuya pena no implicaba prisión. El temor a que el tribunal belga reafirmara esta conclusión, asustó al juez del Tribunal Supremo, el Sr. Pablo Llarena, y determinó que eliminara y borrara la petición de extradición pues sabía que el tribunal belga mostraría el carácter claramente político y represivo de la justicia española, clara herencia de la cultura que en España se continúa llamando franquista. No podía haberse mostrado de una manera más clara.