Artículo publicado por Vicenç Navarro en la columna “Dominio Público” en el diario PÚBLICO, 2 de enero de 2014
Este artículo señala que el crecimiento de las desigualdades no se debe a la lógica de los mercados, sino a las decisiones políticas tomadas por los Estados, excesivamente influenciados por el mundo del capital a costa del mundo del trabajo.
Por fin parece existir la preocupación de que las crisis financiera y económica actual (la mayor desde la Gran Depresión a principios del siglo XX) está creando unas enormes desigualdades que están poniendo en peligro el orden social y la estabilidad política de los países donde estas desigualdades se están produciendo, que son la gran mayoría de países de la OCDE, el grupo de países de mayor nivel de desarrollo económico del mundo (ver mi artículo “La revolución democrática a nivel mundial”, Público 30.12.13). Es raro que no aparezcan estos días en los mayores medios de información artículos alertando sobre el enorme crecimiento de las desigualdades, firmados por algunos de los economistas considerados como los portavoces de la sabiduría convencional. Incluso el Papa Francisco ha añadido su voz a este coro de voces. Bienvenidas sean estas voces aun cuando es de lamentar que hayan tardado tanto en aparecer. Desde hace ya muchos años, unos pocos (ignorados por los fórums donde dicha sabiduría convencional se reproduce) hemos venido subrayando la importancia de estas desigualdades y el enorme daño que generan en el bienestar de las poblaciones desigualdadas, es decir, afectadas por esas desigualdades. Por fin parece reconocerse que algo va mal en este frente. Lo que antes se desmerecía como un mensaje radical (algunos portavoces del establishment neoliberal utilizaron adjetivos más hostiles que llamarnos radicales), ahora comienza a ser aceptado. Como me decía uno de mis maestros, Gunnar Myrdal, ser radical consiste, en muchas ocasiones, en pensar varios años antes que los demás.
Ahora bien, hay una gran diferencia entre el énfasis en el tema de las desigualdades que aparece ahora, y el que sosteníamos y continuamos sosteniendo los llamados radicales. Mientras que los recién llegados hablan de las consecuencias negativas que estas desigualdades tienen en el bienestar de las poblaciones y también en la eficiencia del sistema económico, los “radicales” no solo denunciamos las consecuencias sino que atribuimos al crecimiento de las desigualdades la crisis financiera y económica que estamos viviendo. Es decir, las desigualdades fueron la causa, además de la consecuencia, de la crisis (ver mi artículo “Capital-Trabajo: el origen de la crisis actual” en Le Monde Diplomatique, julio de 2013).
Esta diferencia se hace incluso más evidente cuando se intenta explicar este crecimiento de las desigualdades como consecuencia de fenómenos económicos, como la globalización del mundo, la introducción de nuevas tecnologías y otras intervenciones, todos ellos catalogados bajo el título de “mercados”. Se nos dice que los mercados son los que, siguiendo su propia lógica, crean estas desigualdades. De ahí que siempre terminen sus artículos concluyendo que es necesario que los Estados intervengan para invertir este crecimiento de las desigualdades. De esta manera, consideran que las políticas públicas se dividen entre aquellas que quieren priorizar los mercados (que definen como las políticas de derechas) y las que desean que el Estado intervenga para corregir a los mercados (supuestamente las políticas de izquierdas).
No son los mercados: son los Estados
Esta dicotomía, sin embargo, es profundamente errónea, pues el Estado siempre ha jugado un papel clave en el crecimiento de estas desigualdades. El tema no es menos o más Estado, sino a favor de quién intervienen los Estados. El crecimiento de las desigualdades es debido a causas políticas, no económicas. Y esto es lo que constantemente se ignora, incluso también ahora cuando se “descubre” que las desigualdades han crecido enormemente. Los datos, ignorados constantemente por esta nueva sabiduría convencional, muestran claramente que la mayor causa del crecimiento de las desigualdades, tanto a principios de la Gran Depresión como ahora a principios de la Gran Recesión, ha sido el enorme poder político y mediático del gran capital (en muchos momentos históricos hegemonizado por el capital financiero), que ha instrumentalizado el Estado para optimizar sus beneficios e intereses a costa del mundo del trabajo. Esta es la raíz del problema, convenientemente olvidada o marginada.
Veamos los datos. La globalización del comercio siempre se presenta como una de las causas más importantes del crecimiento de las desigualdades. El flujo de inversiones a países de mano de obra barata crea desempleo en los países de origen de este capital, al desplazarse puestos de trabajos a aquellos países con menores salarios. Pero este flujo de inversiones es el resultado de decisiones políticas que los Estados toman a favor del mundo empresarial (de las grandes corporaciones), a costa del mundo del trabajo, de los países donde se origina la inversión. Su intento es enfrentar a los trabajadores de países con distintos niveles salariales. No hay nada de “natural” y sus decisiones son políticas. Esta globalización del comercio podría tener lugar de otra manera, protegiendo los intereses de los trabajadores a costa de los beneficios empresariales.
En realidad, la globalización del comercio sistemáticamente beneficia más al mundo empresarial que al mundo del trabajo (tanto del país originario del capital como del recipiente. Si lo dudan, vean las condiciones de trabajo de Apple en China o de los trabajadores textiles en Bangladesh). Si China o Bangladesh tuvieran sistemas políticos donde el mundo del trabajo dominara el Estado, las condiciones de trabajo serían mucho mejores que las existentes hoy en día. Y es el mundo empresarial (tanto de los países “ricos” como de los países “pobres”) el que se beneficia de ese comercio.
En realidad, las soluciones son fáciles de ver. Las políticas públicas de los Estados, tanto del norte como del sur, serían muy diferentes si estuvieran influenciadas por el mundo del trabajo en lugar de por el mundo del capital. Los estados del norte son los mayores compradores de vestidos producidos en condiciones infrahumanas en los países del sur. El gobierno federal de EEUU es el mayor comprador de uniformes del mundo, la gran mayoría producidos en países del sur en condiciones de práctica esclavitud.
Otro ejemplo de la intervención estatal es lo que está ocurriendo en la Unión Europea, en la que se están imponiendo políticas de devaluación doméstica, lo que quiere decir bajada de salarios. No son los mercados, sino los Estados, los que están imponiendo la bajada de salarios, una de las mayores causas del crecimiento de las desigualdades, pues esta reducción de los salarios es causa del aumento de los beneficios empresariales. Un tanto parecido ocurre en la destrucción de puestos de trabajo resultado de las reformas laborales. En realidad, los Estados han jugado un papel clave en la creación de desempleo, con el fin de disciplinar al mundo del trabajo y conseguir menores salarios, con el objetivo, de nuevo, de incrementar los beneficios. No son los mercados, sino los Estados, los que determinan los cambios que erróneamente se atribuyen a los primeros.
Otro ejemplo de las causas políticas del crecimiento de las desigualdades han sido las reformas fiscales que han beneficiado enormemente a las rentas del capital y rentas superiores a costa de las rentas del trabajo. Y no digamos las ayudas de beneficencia a la banca, que han sido una de las mayores causas del crecimiento de las desigualdades, pues han ayudado a los grupos pudientes y a la banca a costa de la mayoría de la ciudadanía, que paga los impuestos de donde se derivan los fondos de ayuda y rescate bancarios.
El Estado ha sido el eje donde se ha cocinado el gran crecimiento de las desigualdades. Y esta es la causa de que el Estado haya perdido legitimidad, pues se le ha visto, con razón, como el instrumento del capital contra la mayoría de la ciudadanía. Las derechas ha sido tan estatalistas como las izquierdas. El hecho no es, pues, Estado o no Estado, sino al servicio de quién está este Estado. Así de claro.
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