Artículo publicado por Vicenç Navarro en el diario digital CTXT, y en el diario PÚBLICO, 8 de mayo de 2017.
Este artículo cuestiona que se aplique el termino «populismo» a movimientos y sistemas políticos de una gran variedad de sensibilidades de forma indiscriminada, ya que estos pertenecen a categorías ya bien definidas.
Una característica del tiempo que vivimos es el surgimiento de movimientos no solo de protesta, sino también de rechazo hacia las élites políticas y mediáticas que gobiernan a ambos lados del Atlántico Norte, así como hacia las instituciones llamadas representativas, que han dejado de percibirse como auténticamente representativas. El Brexit en el Reino Unido; el rechazo a las reformas constitucionales propuestas por Renzi en Italia; el surgimiento de partidos neonazis y neofascistas en varios países de Europa (Francia, Alemania, Holanda y Austria, entre otros) con posibilidades de llegar a gobernar (como en Francia) o de ejercer gran influencia política (como en Alemania, Austria y Holanda) en cada uno de ellos; la elección de Trump como presidente de EEUU o el notable surgimiento de Bernie Sanders en las elecciones primarias del Partido Demócrata (que casi las gana un candidato que se presentó como socialista, ideología prácticamente prohibida por el establishment político en aquel país); la aparición de un partido político –Podemos- que, en alianza con otro partido –Izquierda Unida-, se ha convertido en menos de tres años (según las últimas encuestas de apoyo electoral) en una de las mayores fuerzas políticas del país; todos ellos son indicadores del rechazo hacia el establishment político-mediático que ha gobernado cada uno de los países en los que tales movimientos han aparecido.
¿Qué tienen estos movimientos en común?
En estos movimientos de rechazo hacia los establishments político-mediáticos del país encontramos varios elementos en común. Uno es la movilización de amplios sectores de la población, y muy en especial de las clases populares, y en particular, dentro de ellas, de un sector que había sido casi olvidado en el discurso dominante de los países en los que tal movilización ha estado ocurriendo. Me refiero a la clase trabajadora de estos países. La reaparición de tal clase como agente de cambio ha sido una de las novedades más significativas de esta época. Una clase que apenas había aparecido en la narrativa hegemónica del discurso político-mediático (habiendo sido sustituida por el término y concepto de clase media), ha pasado a ocupar una posición central en los movimientos de rechazo hacia las instituciones político-mediáticas. Y esta centralidad ha ido creciendo en la medida que tales movimientos de protesta están aumentando. En las presidenciales norteamericanas esta clase trabajadora jugó un papel clave en la elección que tomó lugar en el colegio electoral que puso a Trump en la presidencia. La mayoría de delegados de los Estados industriales como Pensilvania, Ohio, Wisconsin y Michigan que votaron por Trump representaban distritos de clase obrera, muchos de los cuales, por cierto, habían votado al candidato Obama en 2008, haciéndole Presidente. Y encuestas realizadas desde el día de las elecciones muestran que, después de la abstención, el voto más masivo a favor del candidato Trump procedió de la clase trabajadora de raza blanca, que es la gran mayoría de la clase trabajadora de aquel país.
Un tanto semejante ocurrió en las recientes elecciones francesas, donde se ha podido ver que el mayor atractivo del partido Le Pen se ha dado en la clase trabajadora de aquel país. Según las encuestas, del 40% al 50% de distintos sectores de la clase trabajadora, tanto industrial como de servicios, apoyan a Le Pen, siendo su partido el que ha sustituido a los Partidos Socialista y Comunista como principal fuerza entre este electorado. Una situación semejante está surgiendo en Holanda, en Austria, en Alemania y en Italia. En el Reino Unido el mayor rechazo hacia la continuación de tal país en la Unión Europea procedió de la clase trabajadora. Y en España, el mayor apoyo que obtuvieron Podemos y sus aliados fue en los barrios obreros en las grandes ciudades, situación que se vio con toda claridad en la ciudad de Barcelona, donde la fuerza política En Comú Podem ganó holgadamente en tales barrios en las elecciones generales, lo que ocurrió también en un gran número de los mayores centros urbanos de España.
El hecho de que tal clase trabajadora (con sus distintas composiciones y orientaciones políticas) jugara un papel determinante en el rechazo hacia el establishment político en cada uno de estos países no quiere decir que otras clases sociales y otros movimientos transversales no hayan participado en tales rechazos o que otros sentimientos además del de clase hayan actuado también como motores de tal rechazo. No ha habido un protagonismo único en la expresión de tal rechazo, pues hay tantos rechazos como intervenciones opresivas, explotadoras u ofensivas puedan derivarse de la enorme influencia que los poderes financieros y económicos tienen sobre los aparatos del Estado. Pero ignorar (como ha estado ocurriendo en círculos políticos, mediáticos e intelectuales que definen en el discurso hegemónico lo que es “responsable” y “aceptable” y lo que no lo es) que continúan habiendo clases sociales y que la clase trabajadora continúa existiendo (no habiéndose transformado o sustituido por las clases medias) es un profundo error. En realidad, en estas sociedades capitalistas a los dos lados del Atlántico Norte, lo que ha ido ocurriendo en las últimas décadas es que, en lugar de que la clase trabajadora se haya ido transformando en clase media, hemos visto el fenómeno inverso, que grandes sectores de las clases medias se han ido “proletarizando” como consecuencia de que las condiciones de trabajo de grandes sectores de tales clases medias se están asemejando más y más a las condiciones de la clase trabajadora. La clase trabajadora, en lugar de ir disminuyendo, ha ido, pues, aumentando en aquellos países. Ni que decir tiene que tal clase trabajadora es enormemente variada, pero constituye, junto con las clases medias de rentas medias y bajas, la gran mayoría de las clases populares.
El porqué del rechazo por parte de la clase trabajadora al establishment político
La causa de tal rechazo de la clase trabajadora al establishment político es fácil de entender, pues han sido tales clases las que más han sufrido el impacto de las políticas neoliberales aplicadas e impuestas por los partidos políticos gobernantes en cada uno de estos países. Tales políticas neoliberales incluían intervenciones públicas que dañaban el bienestar y calidad de vida de las clases populares y muy en particular de las clases trabajadora. Entre ellas destacaban la desregulación de los mercados laborales (encaminada a conseguir un descenso salarial –devaluación doméstica- con un aumento de la precariedad, un descenso de la ocupación y un notable aumento del desempleo); la desregulación de los mercados financieros y del comercio, que favorecieron la globalización de la actividad económica con plena movilidad de capitales, en busca de la mano de obra más barata, creando una gran destrucción de empleo en grandes empresas (particularmente en el sector manufacturero) en los países a los dos lados del Atlántico Norte, las cuales se desplazan a países con menores salarios, como México y otros países de Latinoamérica, así como al este de Europa y Asia. Tales medidas neoliberales, junto con la reducción del gasto público, han sido consecuencia de la instrumentalización del poder político-mediático por parte de los poderes financieros y económicos, estableciéndose un entramado de complicidades entre los primeros y los segundos que ha caracterizado la gobernanza de aquellos países.
La ideología promovida por este entramado de poder ha sido el neoliberalismo, iniciado por el presidente Ronald Reagan en EEUU y por la Sra. Margaret Thatcher en el Reino Unido, y posteriormente incorporado en las políticas públicas económicas y sociales de los partidos gobernantes, incluyendo los de tradición socialdemócrata. En realidad, estos últimos –los socialdemócratas- incorporaron rápidamente dichas políticas neoliberales en su argumentario de políticas públicas. El presidente Clinton en EEUU abandonó la identificación del Partido Demócrata (que antes de Clinton se autodefinía como el partido del pueblo) con la clase trabajadora y con los sindicatos, sustituyéndolos por una clara alianza con el capital financiero (impulsado por Wall Street) y con el capital industrial, promoviendo los tratados de libre comercio (iniciándose con NAFTA, el Tratado de Libre Comercio entre EEUU, México y Canadá), que habían sido ya propuestos por el presidente Bush padre, que precedió al gobierno Clinton. Un tanto parecido ocurrió con el gobierno Blair en el Reino Unido (que continuó con las políticas de la Sra. Thatcher), con el del Sr. Schröder en Alemania y, más tarde, con el del Sr. Hollande en Francia y con el del Sr. Zapatero en España.
La silenciada y nunca citada lucha de clases
Todos estos gobiernos aplicaron políticas contrarias a los intereses de la clase trabajadora, debilitando a los sindicatos, con la consiguiente bajada de salarios y el aumento de la precariedad laboral, que determinó un gran crecimiento de las rentas del capital a costa de las rentas del trabajo, que descendieron espectacularmente, alcanzando niveles nunca vistos desde principios del siglo XX. Los datos están ahí para los que quieran verlos. El porcentaje de las rentas derivadas del trabajo sobre el total de rentas del país pasó de ser un 70% (EEUU), un 72% (España), un 74% (Reino Unido), un 72% (Italia), un 74% (Francia), y un 70% (Alemania) en la década de 1970, a un 63% (EEUU), un 58% (España, siendo la cifra más baja en estos países), un 72% (Reino Unido), un 64% (Italia), un 68% (Francia) y un 65% (Alemania) en 2012. (Ver mi libro Ataque a la democracia y al bienestar. Crítica al pensamiento económico dominante. Anagrama, 2015). Estos datos muestran que el conflicto Capital-Trabajo (que solía llamarse lucha de clases, término y concepto raramente utilizados en el discurso hegemónico de estos países, desechándolo por ser supuestamente «anticuado») es esencial para entender qué ha estado pasando y el porqué del rechazo de la clase trabajadora al establishment político-mediático.
La transformación de las izquierdas tradicionales: políticas públicas centradas en identidad en lugar de clase social
El neoliberalismo fue, pues, una respuesta del mundo del capital a las conquistas laborales y sociales conseguidas por el mundo del trabajo durante lo que se llamó la “época dorada del capitalismo” (1945-1979). Su inclusión a partir de los años ochenta dentro del bagaje intelectual de las izquierdas significó un cambio muy notable del ideario, no solo económico y financiero, sino también intelectual y cultural de tales partidos de la izquierda (y muy en especial del Partido Demócrata de EEUU y de la socialdemocracia en Europa). Parte de esta transformación fue considerar la dicotomía izquierda versus derecha como “anticuada” e “irrelevante” (cambio facilitado por la conversión de los partidos mayoritarios de la izquierda al neoliberalismo con su consiguiente abandono de los programas de izquierda). Esta definición de “anticuado” se aplicó también a las categorías de análisis de poder (como la de clase social), redefiniendo la estructura social en categorías más basadas en el consumo y en la jerarquía social (como los niveles de ingresos, por ejemplo, hablando de clase alta, media o baja) que no en las relaciones de producción y distribución (clase capitalista, clase media y clase trabajadora), aceptando el orden económico y social existente. El proyecto socialdemócrata dejó de considerar el socialismo como su objetivo, centrando su estrategia de cambio en facilitar la movilidad vertical y el ascenso social mediante la integración de las minorías y otras poblaciones discriminadas (incluyendo a las mujeres) en tal orden económico, desarrollando políticas públicas antidiscriminatorias encaminadas a su integración en el sistema. Dichas políticas fueron exitosas en cuanto a la incorporación de mujeres y minorías en las estructuras de poder, pero tuvieron un impacto limitado en el bienestar económico y en el nivel de vida de la mayoría de las minorías y de las mujeres, que continuaban perteneciendo a las clases populares, cuyo nivel de vida y bienestar continuó descendiendo. Las políticas de identidad que priorizaban raza y género, sin considerar o incluir políticas de clase, dieron tal resultado como consecuencia (ver mi artículo “Las ocultadas causas políticas del crecimiento de las desigualdades”, Público. 04.05.17).
El porqué del rechazo al lenguaje “políticamente correcto”
Estas políticas públicas, encaminadas a la integración de las minorías y de las mujeres, se basaron en una ideología que atribuía el nivel de vida más bajo que tenían a una falta de oportunidades, resultado de una discriminación. De esta lectura de la realidad surgió el ideario de lo “políticamente correcto”, que asumía una defensa del multiculturalismo y de la diversidad racial y de género, ideario promovido por la ideología dominante que, en su deliberado intento de abandonar cualquier narrativa de clase social y de lucha de clases, asumió como tema central de su agenda progresista la integración de los sectores discriminados en las estructuras de poder, integración que no implicaba un conflicto con la distribución de poder por clase social existente en cada país. El color y el género de las élites gobernantes cambió pero, por lo demás, la mayoría de la población (que pertenece, en cualquier país, a las clases populares) continuó sufriendo las políticas neoliberales impuestas por los mismos grupos que promovían dicho lenguaje políticamente correcto. Este abandono del discurso de clases, sustituyéndolo por el discurso de identidades, fue el triunfo del postmodernismo.
El presidente Clinton, el presidente Obama y la candidata a la presidencia, la Sra. Hillary Clinton, representaron este maridaje entre el desarrollo de políticas neoliberales, por una parte, y la promoción del “modelo políticamente correcto”, por el otro. Y la campaña electoral de la Sra. Clinton ejemplificó esta estrategia. Las políticas de igualdad de oportunidades y las políticas integradoras antidiscriminatorias, definiéndose a sí misma como la defensora de las mujeres (a la vez que mostraba una enorme insensibilidad hacia la clase trabajadora de EEUU), conllevaron que la mayoría de la población femenina votara en su contra. Las políticas de identidad, ignorando los intereses de clase, llevaron a una situación en la que los únicos candidatos que movilizaron a las clases populares –Sanders y Trump- fueron los que se referían explícitamente a las necesidades de la clase trabajadora, hablando a y de ella.
De ahí que no sea sorprendente que el rechazo de la clase trabajadora no solo fuera en contra de las políticas neoliberales, sino también en contra del lenguaje políticamente correcto. Este rechazo al lenguaje políticamente correcto no es un indicador, como erróneamente se ha definido, de un aumento del racismo o del machismo, pues los mismos barrios obreros de los Estados industriales (Ohio, Pensilvania, Wisconsin y Michigan) que votaron a Trump en 2016 habían votado a Obama en 2008. El rechazo fue a lo que se percibió como una mera defensa de los intereses de clase bajo la fachada del género y la raza. Por otra parte, la defensa de la multiculturalidad se percibió como una defensa de la inmigración en una situación de enorme inseguridad laboral, en la que el obrero veía al inmigrante como una amenaza a su estabilidad.
La redefinición del globalismo por parte de las izquierdas
En esta reconversión de las izquierdas al neoliberalismo se abandonaron también (en un proceso llamado de “modernización”) las categorías analíticas que habían sido parte del patrimonio de izquierdas (sustituyéndolas por las del patrimonio de derechas). Y uno de tales conceptos abandonados fue el de imperialismo, sustituyéndolo por el de globalización, proceso que pasó a valorarse como positivo, dejándose de lado el concepto de nación y Estado-nación. Incluso dentro del marxismo, los trabajos de Toni Negri aplaudieron tal proceso.
En paralelo a este abandono de la nación y del Estado-nación se desmereció el concepto de soberanía nacional, término que adquirió mala fama en los círculos intelectuales hegemónicos. También se consideró este concepto como “anticuado”, insensible o inapropiado en el siglo XXI, siendo identificado con el concepto de nacionalismo que las élites neoliberales de todos los colores definían como reaccionario. De ahí que el surgimiento de movimientos basados en los Estados-nación, opuestos a la globalización se considerara como algo retrógrado que iba en contra del progreso, identificando globalización con progreso y nacionalismo con reacción.
El error del concepto de globalización
Pero lo que se olvida en esta transformación es que la validez y progresividad del concepto de soberanía depende de quién la tiene. Y la validez y progresividad o regresividad del nacionalismo es el contexto que lo define. Las voces progresistas saludaron en el siglo pasado al nacionalismo argelino en contra del imperio francés, el cual motivó el deseo de liberación del pueblo argelino. Y lo mismo ocurrió en muchos países de América Latina que lucharon para no perder su identidad frente al imperialismo español y francés primero, y estadounidense después. Y el mundo obrero y su movimiento internacionalista apoyaron a tales movimientos nacionalistas. En realidad, en España la resistencia antifascista dirigida por las izquierdas, luchó para recuperar una visión del país y de la nación distinta y opuesta a la dominante entre las fuerzas de ocupación, que defendían un nacionalismo imperialista apoyado por el nazismo alemán y el fascismo italiano opuesto al nacionalismo de defensa de una identidad vulnerable a ser perdida. No hay que olvidar que incluso el PSOE durante la clandestinidad pedía lo que hoy se conoce como el derecho a decidir de los distintos pueblos y naciones su articulación con el Estado español, aceptando la plurinacionalidad de España. Debería ser obvio que tales movimientos de resistencia frente al fascismo fueron los que en realidad eran las fuerzas auténticamente patrióticas que querían defender una concepción progresista de nación y naciones, identificadas con las clases populares, frente a un nacionalismo imperialista que oprimía a esas mismas clases populares. Un tanto semejante ocurrió en Alemania, en Italia, en Grecia y en Portugal, donde el movimiento obrero lideró la lucha antinazi y antifascista, defendiendo los intereses nacionales a la vez que los intereses de las clases populares. El internacionalismo del movimiento obrero era, como su nombre indica, internacional, no supranacional, realidad que podría, en este último caso, reproducir un orden jerárquico y dependiente entre países, como ha estado ocurriendo en la Unión Europea, en la que se ha delimitado claramente la separación entre el centro y las periferias.
La excepcionalidad de España y de Unidos Podemos
El abandono del Estado-nación (o suma de naciones) por parte de las izquierdas “modernizadas” facilitó que la necesaria defensa de la identidad y soberanía de un país, ligándola al interés de las clases populares, desapareciera del ideario progresista, pasando a ser dominio de las ultraderechas, que es lo que ha ocurrido en gran parte de los países europeos, donde la defensa de los intereses de clase (entendiendo por ello la defensa de la gran mayoría de la población) y la defensa de la identidad nacional han sido utilizadas exitosamente como temas centrales por las ultraderechas. Una excepción ha sido España. El hecho de que en España el espacio de protesta lo haya ocupado Podemos y no los herederos de La Falange, por ejemplo, se debe en parte a que Podemos (junto con Izquierda Unida), que ha liderado la protesta frente al neoliberalismo en España, se ha presentado también como el defensor de los derechos nacionales, identificándolos con los derechos laborales, sociales y políticos de las clases populares. Ha contribuido a ello el claro descrédito del nacionalismo de derechas, heredero del nacionalismo fascista de la dictadura, que se ha visto que históricamente era la defensa de los intereses de una minoría frente a la mayoría de la población española. Y no es casualidad que la visión de España de las nuevas fuerzas progresistas (incluyendo la plurinacionalidad de España) sea opuesta y alternativa a la visión jacobina y uninacional del Estado borbónico defendida por las derechas, y hoy también por el PSOE.
Hoy en España hay unas relaciones de poder dentro del Estado que están afectando negativamente al bienestar y la soberanía de las clases populares, que representan la mayoría de la población española. Y lo mismo ocurre en cada país de la UE. Las instituciones de gobernanza de la UE y de la Eurozona reproducen un poder de clase resultado de una alianza de las clases dominantes en cada país miembro de la UE, dirigidas por la clase dominante del Estado alemán, siendo este Estado, gobernado por un bipartidismo neoliberal estancado en la defensa de las políticas neoliberales, el que (junto con el gobierno Macron, en el caso probable de que gane las elecciones francesas) continuará siendo el eje del malestar de las clases populares, no solo alemanas, sino de toda Europa. Es totalmente lógico que la clase trabajadora en cada país esté apoyando la oposición a esta Europa, que ya lo hizo en su inicio. Parece haberse olvidado que la mayoría de las clases trabajadoras votaron en contra de la Constitución Europea (y en los países en los que no hubo referéndum, la mayoría se opuso a tal constitución). Por ejemplo, en Francia un 79% de los trabajadores de la manufactura, un 67% de los trabajadores de servicios y un 98% de los sindicalistas votaron en contra de dicha constitución; en los Países Bajos lo hizo un 68% de los trabajadores, y en Luxemburgo un 69%. En cuanto a los países en los que no hubo referéndum, un 68% de los trabajadores de la manufactura en Alemania, un 72% en Dinamarca y un 74% en Suecia se oponían a ella.
El error de aceptar el término populismo para definir lo que está ocurriendo a los dos lados del Atlántico Norte
Los establishments político-mediáticos, receptores del enfado popular, son los que, a través de sus medios de información, han definido a tales movimientos de protesta como populistas. Ello en sí ya debería ser causa de que las nuevas fuerzas emergentes rechazaran ser definidas como tales. Para dichos establishments y sus medios, populismo es una protesta irracional, con tintes racistas y homófobos, claramente reaccionaria, que quiere destruir la democracia, el progreso y la globalización necesaria para garantizarlo, considerando que tales movimientos están dirigidos por demagogos que apelan al componente irracional que motiva a las masas. Y en una manipulación política destinada a desacreditar a las nuevas fuerzas progresistas, ponen, por ejemplo, a Trump, a Le Pen y a Pablo Iglesias en el mismo nivel. Y en su versión académica y literaria comienzan a aparecer seminarios, libros y artículos sobre el populismo, compitiendo en el nivel de frivolidad y mezquindad intelectual a la que nos tienen acostumbrados los medios de desinformación españoles.
Considero, pues, una exigencia de mera decencia y honestidad oponerse a la utilización de unos términos y conceptos que están creados para debilitar a fuerzas auténticamente transformadoras, como lo es hoy en España la coalición Unidos Podemos. Hoy hay una protesta generalizada de las clases populares frente a las políticas neoliberales impuestas por los partidos gobernantes, políticas que han causado una pérdida de legitimidad de las instituciones mal llamadas representativas (y digo mal llamadas porque la mayoría de la población española está de acuerdo con el famoso eslogan del 15-M de que “no nos representan”).
Los movimientos que el establishment define como populistas no son populistas
Ha contribuido al surgimiento de tales protestas la captación de los instrumentos tradicionales de defensa de las clases populares por parte de los intereses financieros, económicos, políticos y mediáticos del país, estableciéndose un entramado que obstaculiza su desarrollo democrático. La manera como se expresan tales movimientos, sin embargo, depende del contexto político de cada país. En países como EEUU, donde es casi imposible crear una alternativa al bipartidismo, los poderes financieros y económicos del país tuvieron como tema prioritario en su respuesta a los movimientos de protesta popular, destruir a las alternativas de izquierda –Bernie Sanders- que podrían haber canalizado tal enfado. Ello facilitó que el movimiento de protesta lo canalizara el movimiento libertario (liderado por el Tea Party) que consideró al gobierno federal como el enemigo a batir. Tal movimiento y partido jugaron un papel clave en la redefinición del Partido Republicano y en la elección de Trump. Definir este movimiento como populista es una enorme simplificación. El Tea Party fue financiado por grupos económicos (como los hermanos Koch, entre otros) ligados al capital inmobiliario y especulativo, para los cuales el gobierno federal era y es el enemigo. Tal movimiento no fue creado por Trump, sino que fue Trump el creado por tal movimiento. En realidad, si Trump desapareciera habría otras personas esperando para ocupar su lugar. Trump es el intento de la clase dominante ligada al capital financiero y al capital especulativo de desmantelar el escasamente desarrollado Estado federal regulador e intervencionista, en alianza con grandes sectores de la clase trabajadora que ven al establishment político federal como el responsable de su pérdida de bienestar, estableciéndose una alianza de clases basada en un proyecto libertario sumamente reaccionario.
Este movimiento es muy distinto al movimiento pro fascista francés, donde un elemento importante del populismo, el caudillismo, es poco determinante. Es un movimiento que se ha ido convirtiendo en un movimiento con base obrera basado en una protesta contra el neoliberalismo promovido por las instituciones europeas, que ha transformado el nacionalismo imperialista del partido de Le Pen en un nacionalismo defensivo de una identidad y nación, que se ha ido radicalizando como consecuencia del apoyo de la clase obrera. En este movimiento el componente nacionalista, que en el caso del partido de Le Pen tenía un componente imperialista, racista y xenófobo importante, ha ido cambiando sus políticas económicas de corte thatcheriano a un estatismo que ha incluido dimensiones en la defensa de los derechos laborales, sociales y políticos de la población, aunque esta última ha ido aumentando a medida que se incrementaba el apoyo de la clase obrera a este partido. Definir este movimiento como populista es, también, una simplificación.
Y en España, el gran descrédito de las derechas como consecuencia de ser continuadoras de un Estado dictatorial del cual la mayoría de las clases populares tienen un recuerdo negativo, explica que el gran enfado de estas clases haya sido canalizado por las nuevas izquierdas, también como consecuencia del enorme descrédito de la socialdemocracia debido a su conversión al neoliberalismo, y del surgimiento de un movimiento de protesta, el 15-M, que generó una protesta generalizada, canalizada por Podemos, en la que coincidieron dos demandas: una, la de las clases populares exigiendo una España diferente a la actual, más justa y más democrática; y la otra, la redefinición de España, con su plurinacionalidad y riqueza en su diversidad, en un deseo de recuperar su diversidad identitaria, a la vez que un deseo de recuperar su soberanía frente a los poderes de las clases dominantes que crearon una Europa para la defensa de sus intereses, dirigidos por las élites financieras y empresariales que dominan el Estado alemán. Esta articulación del significado de país, y de unas clases populares conscientes de su diversidad y, a la vez, de sus intereses comunes de clase y de género, en alianza con otras clases, pueden crear un nuevo proyecto auténticamente liberador en busca de un futuro que se ve ya realizable al alcance de la gran mayoría de la población.
El concepto de pueblo lo define el grupo social que domina tal definición
Una idea central del populismo es el concepto de pueblo, cuya definición depende de los grupos y de las clases sociales a los cuales tales grupos –consciente o inconscientemente- pertenecen y/o representan. La definición de pueblo por parte de los partidos de izquierda, mayoritarios en España y en Europa –los partidos socialdemócratas- se basaba en un pueblo en el que su elemento central eran las clases trabajadoras, expandidas para cubrir otros sectores y clases de la sociedad en la defensa de sus intereses frente a los intereses del mundo empresarial. No es por casualidad que las sedes sociales de los partidos socialdemócratas europeos, desde el partido socialista sueco al PSOE, se llamaran (y todavía se llaman) Casas del Pueblo.
El concepto de pueblo en el fascismo español, por el contrario, era un pueblo supuestamente sin clases y sin luchas de clases, pues éstas se consideraban sin conflicto posible, articuladas a través de los sindicatos verticales (dominados, en la práctica, por el mundo empresarial). Ahora bien, en ambos casos, no se definieron como populistas. Los socialistas definieron su programa como socialismo y los fascistas como fascismo. Definir estas categorías como populismo me parece, de nuevo, una simplificación. Populismo aparece así como un cajón de sastre en el que las elites gobernantes ponen todos aquellos movimientos que no les agradan, ocurriendo lo mismo con los dirigentes políticos de los movimientos contestatarios, que quieren diferenciarse de los partidos políticos existentes y/o de los términos y narrativas con los cuales se encuentran incómodos. Así de claro.