Publicado en el diario PUBLICO, 9 de Julio de 2009.
Este artículo critica el argumento ampliamente aceptado por círculos conservadores y liberales (y también algunos de izquierda) de que la transición demogràfica (con el notable crecimiento del número de ancianos y el aumento de su longevidad) está haciendo inviable la sostenibilidad de los servicios públicos (tales como los servicios sanitarios) del estado del bienestar. Muestra el error de muchos de los argumentos que se presentan para sostener tales argumentos.
Uno de los argumentos que se utilizan con mayor frecuencia para cuestionar la viabilidad de los estados del bienestar en Europa es el de la transición demográfica, según la cual el creciente número de ancianos en las poblaciones europeas están haciendo insostenibles los servicios públicos (como los servicios sanitarios) que sirven primordialmente a este sector de la población. En tal postura se asume que, como consecuencia del crecimiento de la población anciana (el grupo de la población que consume más recursos sanitarios), estos servicios quedarán colapsados por su incapacidad de responder a la gran demanda de servicios de esta población.
La evidencia científica existente cuestiona, sin embargo, tales supuestos. Es cierto que los ancianos consumen más servicios sanitarios que los jóvenes y adultos. Ahora bien, los estudios realizados por el Center for Studying Health Systems Change de EEUU muestran que en EEUU sólo un 10% de incremento de los gastos sanitarios se deben al mayor crecimiento de utilización de los servicios sanitarios por parte de los ancianos (el crecimiento anual del gasto sanitario en EEUU es un 8,1%, del cual solo un 0.73% se debe al crecimiento del consumo sanitario de la población mayor de 65 años). Esto quiere decir que el 90% del crecimiento del gasto se debe, en realidad, al crecimiento de la inflación médica, a la mayor intensidad tecnológica en los tratamientos (debido, en parte, al acceso a nuevas tecnologías médicas) y al crecimiento de la población. Sólo un 10% se debe al crecimiento de la población anciana. Es más, el profesor Thomas Bodenheimer, en un artículo en el Annals of Internal Medicine (2005.142:847–54), ha documentado en un estudio internacional el impacto del envejecimiento en los servicios sanitarios, mostrando que no hay una relación estadística entre el gasto sanitario en un país y el porcentaje de la población que es anciana. Estos y muchos otros estudios han confirmado que el crecimiento del porcentaje de la población anciana dista mucho de ser una de las primeras causas del crecimiento del gasto sanitario. Otros factores – que apenas tienen visibilidad mediática – juegan un papel mucho más importante que el crecimiento de tal población. Y en cambio, los medios se centran casi exclusivamente en la creciente ancianidad de la población, transmitiendo un mensaje antiancianos que culpabiliza a estos de las crisis de la sanidad. Esta situación alcanza su máxima expresión en España donde la masificación existente en la atención sanitaria pública se atribuye precisamente a un supuesto abuso del sistema por parte de los ancianos, ignorando que el mayor problema no es este inexistente abuso sino el muy escaso gasto público en tales servicios (España tiene el gasto público sanitario por habitante más bajo de la UE-15).
En realidad, se exagera el impacto de la edad en la enfermedad, ignorándose que existe un mejoramiento muy notable de la salud de los ancianos. Un artículo, publicado por el Nacional Long Term Care Survey, muestra en EEUU un gran descenso de las discapacidades crónicas entre los ancianos durante las últimas dos décadas lo cual explica que, mientras el número de ancianos creció de 26,9 millones en 1982 a 35,5 millones en 1999, el número de personas con discapacidades crónicas descendió durante el mismo periodo pasando de 7,1 millones a 7 millones. Un mayor número de ancianos no implica que automáticamente haya más enfermedad y discapacidad y mayor gasto sanitario. Debiera, por lo tanto, relativizarse lo que se considera, erróneamente, como una amenaza a la viabilidad del sistema sanitario como consecuencia del incremento de la esperanza de vida. La discapacidad y enfermedad han diminuido notablemente, de manera que los gastos de una persona que sobrevive 14,3 años tras llegar a los 70 años son los mismos gastos sanitarios que los de una persona que viva sólo 11 años más tras alcanzar los 70 con escasa salud. En general a mayor crecimiento de la longevidad, menor discapacidad durante la ancianidad. Es más, el gasto sanitario durante el último año de vida tiende a ser muy semejante independientemente de la esperanza de vida y representa un gasto menor del gasto total, no habiendo variado sustancialmente en los últimos veinte años.
Igualmente falso es el argumento de que se gasta demasiado en tratamientos intensivos en el momento final de sus vidas. Sólo un 3% de las personas que mueren reciben atención intensa, habiendo sido un porcentaje casi constante en los últimos veinte años. Y todos los estudios muestran que las personas por debajo de 50 años reciben más intervenciones que implican mayor coste –como cirugía mayor, diálisis y cateterizados- que no personas ancianas por encima de 70 años. Existe evidencia –que puede considerarse preocupante- de que los ancianos reciben menos atención médica que personas adultas que tienen la misma condición patológica y médica. Varios estudios han documentado que el gasto por paciente es menor a medida que la edad del paciente aumenta, lo cual es el resultado, en parte, de un prejuicio entre los profesionales del sistema hacia los ancianos (ver Pan, C. X., Chai, E. and Farber, J. Mylths of the High Medical Costs of Old Age and Dying. International Longevity Center. 2007). Nada de lo dicho debiera interpretarse como un argumento en contra de facilitar a los ancianos y a cualquier persona (sea de la edad que sea), el derecho a una muerte digna, escogida por la persona en el momento que así lo considere. Ni tampoco que la postura presentada en este artículo implique que deban extenderse los cuidados a los ancianos o a cualquier persona independientemente de su edad, por encima del periodo médicamente necesario. Pero tampoco es correcto y éticamente aceptable que se reduzca como consecuencia de su edad. Ya es hora de que se reconozca en las sociedades desarrolladas, incluida España, que existe un prejuicio en contra de los ancianos (llamados “abuelos”), que debiera denunciarse y corregirse.