Artículo publicado por Vicenç Navarro en el diario PUBLICO, 18 de noviembre de 2010
Este artículo critica las tesis presentes en el reciente documental de TVE sobre el reconocimiento de las víctimas de lo que el documental define como los dos bandos de la Guerra Civil y que parecen ser sostenidas por el gobierno español y por el mayor partido de la oposición. Tales tesis son que la Ley aprobada por las Cortes (conocida como de la Memoria Histórica) debiera cerrar las heridas de los dos bandos, reconociendo por igual a los vencedores y a los vencidos, con limitaciones en cuanto al reconocimiento de estos últimos pues tal ley o cualquier otra no podían anular los juicios de los vencidos que les condenaron a muerte por ser el estado actual continuista del estado anterior. El artículo critica tales tesis indicando que la equivalencia en el reconocimiento de las víctimas es un indicador de insensibilidad democrática, y que el continuismo en el estado es un obstáculo para su pleno desarrollo democrático.
En un documental emitido por Televisión Española (TVE), Tengo una pregunta para mí: ¿vivimos en deuda con el pasado?, se presenta un punto de vista sobre cómo abordar el reconocimiento de las víctimas de la Guerra Civil que, creo, refleja la postura del Gobierno socialista y del mayor partido de la oposición sobre este tema.
En una entrevista a José Álvarez Junco, miembro de la comisión nombrada por la oficina de la Presidencia del Gobierno español encargada de preparar el borrador de la Ley de la Memoria Histórica, este señala dos puntos que resumen esta visión. Uno es la instrucción que tal comisión recibió de la oficina de la Presidencia del Gobierno socialista español de que la ley (una ley que Álvarez Junco aclara que no era de recuperación de la memoria histórica sino de reconocimiento de las víctimas de la Guerra Civil) tenía como objetivo “cerrar las heridas” de lo que el documental y Álvarez Junco definen como los dos bandos de la Guerra Civil. La ley tenía que satisfacer a los sucesores de los dos bandos. Puesto que la gran mayoría de los asesinados y desaparecidos pertenecían al bando republicano, y los que hubo del lado golpista no hubieran existido si no hubiera habido el golpe militar, tengo que admitir que me sorprende la instrucción recibida de que los sucesores del bando de los golpistas debieran también estar satisfechos con la ley. No hubo dos bandos, sino defensores de un Estado republicano con un gobierno democráticamente elegido y los golpistas, criminales que violaron brutalmente el Estado constitucional establecido democráticamente, que no hubieran vencido si no hubieran recibido ayuda militar de Hitler y Mussolini, que sobrepasó, y de mucho, el equipamiento militar de la República. Fue consecuencia del enorme apoyo popular a la República que, a pesar del enorme desequilibrio militar, el golpe no triunfó hasta tres años más tarde. Poner a los vencedores a la misma altura que los vencidos indica una enorme insensibilidad democrática.
Los que lucharon por la democracia eran los buenos. Y los golpistas eran los malos. Desechar esta categorización, tachándola de maniquea (como constantemente hacen los sucesores de los vencedores), es diluir sus responsabilidades en lo acaecido. El hecho de que los buenos hicieran también actos injustos no niega su superioridad moral, como tampoco el bombardeo de ciudades como Dresde por parte de las tropas aliadas (bombardeo que debe denunciarse) niega la superioridad moral de los vencedores en la II Guerra Mundial sobre el nazismo y el fascismo. En países europeos que sufrieron el nazismo o el fascismo no existe esta equidistancia en el reconocimiento de los muertos. Miles de poblaciones de la Francia democrática, por ejemplo, tienen un monumento a los muertos en la resistencia antinazi, sin tener a su lado los muertos entre las tropas de Vichy. Un tanto igual ocurre en Italia y en Alemania (donde cualquier homenaje o reconocimiento a los nazis está prohibido). En España, sin embargo, se instruye que se reconozca públicamente a las víctimas de los dos bandos.
Tal equidistancia, además de errónea, tiene unos enormes costes políticos, que quedan reflejados en la segunda observación que hace Álvarez Junco. La instrucción recibida de la oficina de la Presidencia era la de aceptar limitaciones en el reconocimiento de las víctimas, pues el Estado actual era continuista del anterior, basado inicialmente en un golpe militar. De ahí que el Estado actual no podía anular, por ejemplo, juicios de aquel Estado en contra de las víctimas del golpe militar juzgadas en tribunales de aquel Estado dictatorial. Aclara Álvarez Junco que el Estado resultado de la Transición no era una rotura con el anterior (como algunos de sus protagonistas lo han presentado), sino uno continuista. De ahí las resistencias a anular aquellos juicios e iniciar enjuiciamientos sobre responsables de aquellos crímenes y asesinatos.
Por otra parte, Santos Julià, otra persona entrevistada en el documental de TVE, considera que la amnistía fue un gran acto de madurez de la sociedad española, confundiendo madurez con debilidad de las izquierdas. Un motor del cambio fue la agitación social procedente en su mayoría de la clase trabajadora (España fue el país europeo con más huelgas desde 1974 a 1978). Pero, aun cuando la dictadura murió en la calle, la Transición se hizo bajo el dominio de la nomenclatura del régimen anterior. Fue más la abertura de aquel Estado a los partidos de izquierda –tal como Álvarez Junco reconoce– que una rotura con el Estado anterior. Ni que decir tiene que la aceptación de la soberanía popular fue un paso de enorme importancia, pero la expresión de esta soberanía (desde la Ley Electoral hasta la composición de los aparatos del Estado) lleva claramente la marca de aquel dominio. El hecho bochornoso de que el Tribunal Supremo quiera enjuiciar –a propuesta del partido fascista– al único juez que se atrevió a intentar llevar a los tribunales a los responsables de los desaparecidos es una muestra de ello.
La Transición se basó en una enorme injusticia. Javier Pradera, que es también entrevistado, reconoce este hecho cuando subraya que, para conseguir la paz, hay que aceptar las injusticias que se han hecho a los vencidos. Pero Javier Pradera no se pregunta ¿a qué precio? Se refiere a EEUU y a Francia, que han sufrido guerras civiles y cuyas sociedades han aprendido a convivir con ellas. Pero, por lo visto, ignora que en aquellas guerras los buenos ganaron y en la nuestra perdieron. Y su debilidad explica los silencios sobre nuestro pasado. Por razones de salud democrática, se exige que la versión histórica de los vencidos sea la que domine y que el Estado se considere continuador del Estado democrático republicano. Hasta que ello ocurra, la Transición no habrá terminado.
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